Así el principito domesticó al zorro. Y cuando se acercó la hora de la partida:
- ¡Ah!... -dijo el zorro-. Voy a llorar.
- Tuya es la culpa -dijo el principito-. No deseaba hacerte mal, pero quisiste que te domesticara...
- Sí -dijo el zorro.
- ¡Pero vas a llorar! -dijo el principito.
- Sí -dijo el zorro.
- Entonces, no ganas nada.
- Gano -dijo el zorro-, por el color del trigo.
Luego, agregó:
- Ve y mira nuevamente las rosas. Comprenderás que la tuya es única en el mundo. Volverás para decirme adiós y te regalaré un secreto.
El principito se fue a ver nuevamente las rosas.
- No sois en absoluto parecidas a mi rosa; no sois nada aún -les dijo-. Nadie os ha domesticado y no habéis domesticado a nadie. Sois como mi zorro. No era más que un zorro semejante a cien mil otros. Pero yo lo hice mi amigo y ahora es único en el mundo.
Y las rosas se sintieron molestas.
- Sois bellas, pero estáis vacías -continuó-. No se puede morir por vosotras. Sin duda que un transeunte común creerá que mi rosa se os parece. Pero ella sola es más importante que todas vosotras, puesto que ella es la rosa que he regado. Puesto que ella es la rosa que puse bajo un globo. Puesto que ella es la rosa que abrigué con el biombo. Puesto que ella es la rosa cuyas orugas maté (salvo las dos o tres que se hicieron mariposas). Puesto que ella es la rosa a la que escuché quejarse, o alabarse, o aun, algunas veces, callarse. Porque ella es mi rosa.